Una distopía, la gran mentira
Javier era muy pequeño cuando ocurrió y apenas tenía un vago
recuerdo. Sin saber el motivo hacía unos meses que sentía la inquietud de
preguntar por aquello, pero tuvo que insistir mucho hasta que su padre asumió
que ya tenía edad para conocer la historia de la familia. No sin antes hacerte
jurar que no hablaría con nadie de lo que iba a escuchar, comenzó su relato.
Una vida de ciencia ficción
El abuelo había nacido antes del “Gran Reseteo” de 2030, que sucedió tras la victoria unos años antes de los calentólogos, la facción política que afirmaba que la acción humana estaba dañando el planeta de manera irreversible y que había que acabar con ello, aunque supusiera unas peores condiciones de vida para la gran mayoría de la humanidad.
Aquello supuso muchos cambios en la vida diaria. La familia del abuelo tenía una granja que, hasta entonces, fue bastante próspera y les permitía ganarse la vida con holgura. Las medidas del gobierno restringiendo los combustibles fósiles, que solo permitían para sus coches y aviones oficiales, impidieron que pudieran seguir moviendo los tractores y el resto de la maquinaria.
Sus cultivos se empobrecieron porque no les quedó otro remedio que volver a la agricultura del siglo XIX, un arado tirado por un burro que solo podía trabajar durante 2 horas diarias de lunes a viernes debido a la legislación impuesta por el Ministerio de Bienestar Equino, uno de los 56 que regían la nación.
Un mundo distópico, el asno con más derechos que el amo
En ocasiones, incluso tenían que recurrir al azadón y labrar la tierra de sol a sol con sus propias manos mientras sus animales descansaban en las cuadras o pastaban libres por el campo. Ni siquiera podían contar con sus empleados. Según la legislación laboral el 75% debían ser liberados sindicales y el resto siempre encontraban una excusa para estar de baja, porque motivos había de sobra; la muerte de un vecino daba derecho a 1 semana de “aflicción mental”, el nacimiento de un bebé de algún familiar lejano otorgaba una baja de 4 meses y si era propio, a 3 años de permiso para progenitores, hermanos y abuelos. Hacerse un tatuaje, ponerse un piercing o la manicura estaba premiado con 1 mes de recuperación física y mental, siempre y cuando no hubiera complicaciones y se alargara durante más tiempo.
Un método tan primitivo de labranza unido a la prohibición de fertilizantes y herbicidas convirtieron las cosechas en escasas. Los años en que la lluvia era abundante suponían un respiro, porque el Ministerio de Recursos Acuosos sostenía que los ríos debían fluir libres, sin pantanos ni intervención humana.
Dinamitaron todas las presas y prohibieron los regadíos salvo en los campos de golf ministeriales. Los pozos fueron nacionalizados y se penaba como alta traición a la patria el extraer un miserable cubo de agua por encima de la asignación estatal, que daba lo justo para beber, cocinar y ducharse 1 vez por semana.
La ciencia ficción gubernamental
El pago de impuestos incrementaba la escasez. El 80% de los beneficios iba para el sostenimiento de las administraciones públicas en todos sus niveles; callejero, de distrito, municipal, comarcal, provincial, autonómica, nacional, supranacional, europea y mundial. Una megalómana estructura de políticos, burócratas, familiares y enchufados que no aportaba nada a los ciudadanos y suponía un quebradero de cabeza con cada gestión. El “vuelva Ud. mañana”, que parecía olvidado, se convirtió en la práctica habitual.
Otro 15% era el tributo asignado por el Ministerio de la Pacha Mama para rendir homenaje a la madre naturaleza, la que todo lo da y todo lo provee. De esta manera, ese 15% de la cosecha había que tirarlo sobre la misma tierra en la que había sido cultivado para que se pudriera o se alimentaran los animales.
Tampoco sus vecinos ganaderos tuvieron mejor suerte. El Ministerio de la Salud Ovina imponía que las ovejas, como ser vivo que eran, no tenían dueño y debían pastar libres por el campo. Para mejorar nuestra salud se prohibió el consumo de carne, lo que provocó que la población ovina y vacuna se multiplicara sin control y esquilmara las cosechas empeorando la hambruna humana.
¡Menudo futuro nos espera!
Fue entonces cuando las autoridades, viendo que era imposible alimentar a toda la población, implantaron la política de hijo único y de eutanasia obligatoria a partir de los 73 años, un año más tarde de la jubilación. Solo nuestros gobernantes sobrepasan esa edad, dicen que su sabiduría es imprescindible para el buen gobierno y progreso de la sociedad.
El abuelo aguantó muchos años con este relato, pero un día, quizás influido por la cercanía de la edad de eutanasia o por los recuerdos de su infancia, se reveló contra todo eso y comenzó a organizar la resistencia.
No tuvo suerte y un infiltrado lo traicionó a cambio de una loncha de mortadela, el pago estipulado por delatar a los traidores al régimen. Fue entonces cuando la Policía de la Memoria Histórica vino a casa a capturarlo para ser enviado a una granja de reprogramación. No volvimos a tener noticias suyas.
Javier quedó impresionado por esta historia familiar. No sabía que hubiera existido otro mundo distinto al que conocía y le mostraban en la escuela, pero en ese mismo instante, después de jurar a su padre que nunca hablaría de ello con nadie, se comprometió consigo mismo a honrar a su abuelo y continuar su legado.
PD1: una versión un poco más reducida de esta distopía la presenté al concurso de Zenda de relatos de ciencia ficción #Historiasdelfuturo …con el resultado habitual
PD2: hace unos meses leí la novela 1984 de George Orwell… ¡me da que me afectó demasiado! Y eso que dicen que en el fututo las máquinas harán todo el trabajo y los humanos a vivir del cuento, je, je, a ver si eso es verdad y no el futuro distópico que se me ha venido a la mente.
Inquietante relato...
ResponderEliminarBueno, esperemos que la realidad no se parezca ni de lejos a la ficción
Eliminaresperemos que se quede como la novela de orwell,en una distopía de ficción
ResponderEliminarsi, si, desde luego eso esperamos todos, que la realidad no supere esta ficción
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